Lollapalooza y los concursos de dibujitos
Uno de los indicadores más significativos de que aún resta mucho camino por andar para conseguir el reconocimiento que los diseñadores gráficos merecen son los concursos de diseño. Estas iniciativas, que propician la competencia entre múltiples participantes a través de un trabajo realizado por encargo y a cambio de un premio de diversa envergadura, están presentes desde quién sabe cuándo (mi reino por data sobre el antecedente más antiguo al respecto). Utilizados desde el sector público y privado por igual, los concursos representan un recurso frecuente que atrae mano de obra variada y barata, con resultados sujetos al paladar del organizador.
Ejemplos para citar siempre sobran, pero uno de los más recientes es el organizado por el festival Lollapalooza, en su edición argentina, para el diseño de posters. En esta ocasión, el generoso premio (#NOT) consiste en dos entradas, un pack de merchandising y 10 posters. La buena noticia para los diseñadores (veamos el lado positivo) es que las redes explotaron con críticas de todo gusto y color, con numerosos comentarios al estilo de “ratas inmundas” y “ratas coludas” (a las ratas no les gusta esto).
Por desgracia, Lollapalooza no es, ni por cerca, el caso más nefasto que podemos encontrar. En nuestra provincia contamos con, al menos, un par de ejemplos superadores por año. Quizás el mejor haya sido el del Concurso Honorífico de Diseño para la publicación impresa del «Primer Plan Estratégico de la CSJT – I° Parte» de abril del 2018. A cambio del diseño de una publicación del plan en cuestión se otorgaba un premio difícil de superar: una mención del autor en los créditos de la edición impresa oficial. Y un agradecimiento también. Pero fuerte. Un agradecimiento con un apretón de manos con mucho sentimiento. Quisiera reconocer a Antonio Gandur, que firmó la acordada en disidencia, pero no lo voy a hacer porque sus argumentos fueron meramente económicos (“no justifica el despliegue de gastos de tiempo y recursos que implica el llamado a dicho concurso”). VERGÜENZA AJENA DAN.
Mención especial para otro caso local: el diseño del billete de $ 200, en el marco del Bicentenario de la Independencia, que nunca se llegó a imprimir y acredita un proceso poco ortodoxo de presentación de la propuesta al Poder Ejecutivo.
Los defensores de los concursos apoyan sus argumentos en una especie de meritocracia que iguala el terreno para todos los jugadores, abriendo puertas inalcanzables para talentosos tapados que corren bajo el radar del mercado. Aún cuando en algunas ocasiones esta situación podría darse (es menos frecuente de lo que debería), sobran los motivos para enarbolar la bandera del destierro de esta práctica nefasta. De todos los disponibles voy a elegir estos 3:
Los concursos atentan contra la jerarquización profesional del diseñador
¿A alguien se le ocurriría hacer un concurso para diseñar la mejor estrategia contable-financiera para una empresa? ¿O para determinar el diagnóstico y tratamiento médico de un paciente? Mientras que las profesiones tradicionales evitan caer en la trampa, esta práctica parece aceptarse en mayor medida en disciplinas asociadas con el arte (diseño, música, artes plásticas, etc).
¿Habrá que desterrar primero la idea de que el diseño es “hacer dibujitos” y demostrar el valor profesional con sus clientes o habrá que rechazar de plano los concursos y plantar bandera con una propuesta firme desde el colectivo de los diseñadores? En realidad, una opción no descarta la otra ya que ambos frentes pueden atacarse en simultáneo.
Los concursos omiten el trabajo que genera valor real
Un buen diseño consta de, al menos, dos etapas bien diferenciadas: una etapa de investigación, análisis e ideación de las estrategias y una etapa de ejecución, en la que todo el trabajo previo toma forma en aplicaciones tangibles, que son las que usualmente encarga el cliente. El verdadero valor del diseño, aún cuando requiere de ambas etapas, reside en la primera y puede hacer la diferencia entre un trabajo mediocre y uno grandioso.
La primera etapa suele materializarse en múltiples encuentros con el cliente, con técnicas y metodologías que pueden variar ampliamente de diseñador a diseñador. Por su naturaleza, el trabajo de esta etapa suele ser muy difícil de expresar en forma de un requerimiento (ya sea en las reglas de un concurso o en un llamado a licitación) y prácticamente imposible de ejecutar en un proceso no interactivo, ya que el cliente debería limitarse a proveer toda la información que pudiera ser útil y esperar que sea suficiente, sin más pretensiones, para el diseñador.
Los concursos son un completo, rotundo, grosero y desmedido desperdicio de esfuerzos
¿Cuántas horas se descartan en trabajos que nunca verán la luz? (Excepto quizás como segundo puesto, tercera mención o decimonoveno reconocimiento) ¿Cuánto valor generan? Si calculamos el costo de un diseño en función de la cantidad de esfuerzo invertido en el mismo, nos daremos cuenta que un concurso no es un método caro, es CARÍSIMO. Es como meterle un camión de nafta a un fitito y recorrer 3 cuadras para quedarte a gamba.
En términos de input vs output, los concursos dan la peor relación posible, con medidas de ineficiencia difícilmente encontrables en otro contexto. ¿Qué hubiera hecho Taylor? Un concurso seguro que no.
La prescripción médica para curar este mal incluye una reproducción diaria del “Nada es gratis en la vida” del Cuarteto de Nos, un compromiso a cobrarle a los parientes (buen precio, por supuesto) y una presión ejercida sobre los colegios profesionales, las universidades, el gobierno y otros actores involucrados para cortar de raíz con esta práctica nefasta que debe terminar más temprano que tarde.